Democracia

Gobierno de representantes electos libremente por la ciudadanía que: se guía por los valores de la libertad y la igualdad; actúa conforme al derecho; responde a la participación de los ciudadanos; y sustenta sus decisiones en la deliberación. Puede ser de dos tipos, ambos con instituciones que corresponden a los preceptos anteriores: parlamentario o presidencial.

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Maneras de acceder al poder y ejercerlo

La democracia es una forma de gobierno que se caracteriza por la manera en que se accede al poder y por el modo en que éste se ejerce. Con respecto a lo primero, en el modelo prototípico contemporáneo, la ciudadanía elige en comicios competidos y limpios, directa o indirectamente, a quienes legislan y a quien dirige el poder ejecutivo. En esto, un país democrático se diferencia de aquellos que tienen un partido hegemónico por mucho tiempo y contrasta plenamente con aquellos en los que hay un solo partido.

En términos de valores fundamentales, para la democracia, la soberanía radica en las y los ciudadanos y ellos se encuentran en igualdad política. En cambio, para otras formas de gobierno, el mando se sustenta en la voluntad de las aristocracias y las elites, lo que constituye una desigualdad de principio.

En cuanto al ejercicio del poder, en una democracia, las libertades de los gobernados están consagradas en las leyes, e idealmente, éstas se respetan siempre. La democracia se diferencia, entonces, del gobierno autoritario, que tiende a desestimar los derechos de las personas comunes; y se opone tajantemente a la dictadura, donde ellas quedan sometidas al designio de los poderosos.

En breve, una democracia contemporánea es un sistema representativo enmarcado en el derecho, y estas condiciones son necesarias para perseguir la conjunción óptima de los valores que orientan a esta forma de gobierno, la igualdad y la libertad; pero ellas no son suficientes para ese fin. Una razón es que, en sí, los dos valores son complementarios y, a la vez, se encuentran en tensión; y otra que, en la práctica, sus equilibrios son inestables. Se requieren otras condiciones para dar continuidad al requerimiento de autorización electoral efectiva, y también para evitar que quienes ya han alcanzado el poder conviertan a la ley en un instrumento de dominación.

Legitimidad

En primer lugar, es necesario que los procedimientos electorales y los legislativos obedezcan a un espíritu democrático. Si la competencia partidista no se ajusta, ella misma, a reglas que tengan por objetivo garantizar el sufragio libre de todas y todos por igual, difícilmente sus resultados conferirán a los ganadores la legitimidad propia de la democracia. Análogamente, si cada ley no se elabora asumiendo que cualesquiera dos personas tienen el mismo derecho a aspirar que sus visiones queden plasmadas y sus intereses resguardados, entonces la disposición que finalmente se apruebe no será recibida como legítima por quienes no estén de acuerdo con ella.

La vigencia de la democracia, como ideal normativo y como práctica que se aproxima a ese ideal, descansa precisamente en que sus déficits de legitimidad son menores a los de otras formas de gobierno. Dicho de otra manera, en una democracia todos, o casi todos, aceptan como válidas decisiones con las que muchos están de acuerdo; y esto es porque el desacuerdo mismo es aceptado como legítimo. Entonces, una de las condiciones que propician la observancia de las reglas electorales y promueven el cumplimiento de la ley es la deliberación.

Deliberar supone y ratifica una imparcialidad democrática elemental. Quien delibera suscribe, explícita o tácitamente, que la razonabilidad de los argumentos y el respeto a los otros emisores son los criterios de juicio superiores en el ámbito de la comunicación pública. Ello, por supuesto, no implica que convenir o competir con otros actores debieran proscribirse en una democracia. Al contrario, reconoce esas dinámicas discursivas como esenciales; pero subraya que los límites del acuerdo interesado y de la contienda por preferencias los marca el dictamen de los terceros desinteresados.

En buena medida, el encauzamiento democrático del poder, el estado de derecho y los procedimientos de decisión deliberativos se sostienen entre sí; pero dependen también en un modo importante de arreglos institucionales que diferencian las funciones legislativa, ejecutiva y judicial del Estado. Esta distinción se consigue de maneras diversas en las dos modalidades básicas de la democracia contemporánea, el parlamentarismo y el presidencialismo. En el primer caso, depende de especificaciones claras en los métodos para nombrar a los principales responsables de las tareas diversas, de protocolos estrictos para la documentación y rendición de cuentas de sus actividades y de la profesionalización de los servidores públicos que colaboran en su realización. Los códigos que todo ello implica hacen que un representante parlamentario pueda ser, al mismo tiempo, titular de un ministerio gubernamental o cabeza de un comité de indagación judicial. Esa persona queda, en principio, sujeta a cumplir con el mandato de sus dos investiduras e impedida de abusar de cualquiera de ellas.

En el presidencialismo, la diferenciación funcional se expresa más visiblemente: como una separación de poderes. Aunque ello no necesariamente produce mejores resultados que los del parlamentarismo, hace manifiesto uno de los motivos principales que impulsan el devenir histórico de las democracias: controlar el abuso del poder. No sólo se espera que, en una legislatura y en una judicatura realmente autónomas, los debates que les corresponden sean más pertinentes y más rigurosos que los que se dan cuando el ejecutivo tiene injerencia; esos poderes, si en efecto son independientes, actúan como contrapesos a los enormes recursos que se depositan en el ejecutivo.

En el diseño constitucional democrático, dichos arreglos institucionales han ido acompañados de preceptos que protegen las libertades de pensamiento y expresión. En un país que ha adoptado una cultura democrática, actuar en contra de tales previsiones tiene costos políticos altos. Entonces, una opinión pública vigorosa se convierte en garante de los valores de una democracia establecida.

Dinámicas democráticas

Más aún, la transición de una forma de gobierno autoritaria a una democrática generalmente se ve favorecida por esas dos condiciones señaladas en el párrafo anterior, la difusión de una cultura política democrática y la fortaleza de la opinión pública. Sin embrago, los déficits en esos entornos no son determinantes. Inclusive, la relación de causalidad muchas veces es también inversa: la democratización de la política tiene efectos positivos sobre las dinámicas de opinión y sobre la cultura política. Por ejemplo, cuando un país se democratiza, el acceso a los medios tiende a ampliarse y dar mayor cabida a posturas críticas al gobierno.

Una bidireccionalidad, como la que se observa entre el sistema democrático y sus entornos cultural y de opinión pública, se aprecia también en las relaciones de aquél con los ámbitos sociodemográfico y económico. Diversas investigaciones han encontrado que una democracia tiene mayores probabilidades de establecerse cuando la sociedad incluye propiamente a todos sus grupos, y ninguno es marginado por sus lenguas maternas, sus orientaciones religiosas, sus preferencias sexuales, sus prácticas comunitarias o sus estilos de vida. También se ha visto que, conforme se consolida una democracia y, más aún, cuando adquiere calidad, el valor de la inclusión social tiende a extenderse y a arraigarse.

Análogamente, tanto la viabilidad de una democracia en ciernes, como el potencial para mejorar una que ya se ha instaurado, son mayores en la medida en que la economía crece y la riqueza que produce se distribuye. Si la economía de un país se estanca o si la desigualdad de ingresos es grande, el avance democrático se dificulta. Pero, si en condiciones económicas desfavorables, se transita a una democracia, entonces se propician el desarrollo productivo y el combate a la desigualdad.

En ninguna de estas materias la causalidad es determinística. Si bien las tendencias son claras, hay ejemplos desafortunados de regresiones autoritarias en sociedades relativamente armónicas y en países con buen desarrollo económico. Igualmente hay casos muy alentadores, y no tan excepcionales, de países en los que la democracia ha roto estancamientos ancestrales e iniciado espirales de influencia positiva entre los sistemas político, social, económico y cultural.

Por el dinamismo de las interacciones entre una democracia y sus entornos, las democracias adquieren rasgos específicos en diferentes países, tanto parlamentarios como presidencialistas. Además, muchas veces son estas características las que definen las probabilidades que tiene una democracia de mejorar o empeorar. Sin embargo, hay que subrayar que la pluralidad de democracias existentes no justifica llamar “democracia” a cualquier gobierno, lo que hacen muchos gobernantes autoritarios por las connotaciones positivas que ha adquirido la palabra.

Finalmente hay un conjunto de propiedades que identifican a la democracia prototípica y la distinguen claramente de otras formas de gobierno. Una democracia particular tiene que parecerse en mucho a ese prototipo, aunque no se parezca tanto a otra democracia particular. Es precisamente por eso que la democracia está cargada de significados positivos: norma el comportamiento de acuerdo con ideales compartidos y enmarca las posibilidades de su propia evolución.

Todo lo anterior implica que la democracia de un país resulta de la conjunción de preceptos explícitos, plasmados en su constitución y sus leyes, y de convenciones tácitas, que observan o tienden a observar los actores aunque no las formulen abierta y claramente. En efecto, es posible que el diseño constitucional sea democrático y la práctica efectiva sea antidemocrática. Por ende, para algunos investigadores, la democracia es un régimen: un conjunto de reglas. Ellos subrayan que es en este sentido que en la Revolución Francesa se hablaba de un viejo y un nuevo regímenes; lo que se buscaba entonces era establecer códigos formales y pautas informales opuestos a los del absolutismo.

Pero, por razones muy similares, según otros autores, es preferible reservar la palabra “régimen” para las reglas que estipulan explícitamente un tipo de gobierno, como el parlamentarismo o el presidencialismo mencionados antes. Esto puede tener algunas ventajas al analizar si la práctica corresponde al diseño o no. Dicho de otra manera, evita asumir de entrada que un país con instituciones presidencialistas sea democrático; es necesario que, además, los actores se obliguen o sean obligados a actuar democráticamente.

 

Bibliografía 

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