Representación proporcional

Se entiende por representación proporcional que los votos logrados por un partido o coalición se traduzcan en un porcentaje de asientos similar o igual. Es la formulación operativa de una idea de representación que parte de la premisa de que cada fuerza política debe tener una presencia en los órganos colegiados legislativos dependiente del número de sus votos, es decir, de la adhesión ciudadana captada en las urnas.

Ver en PDF

Fórmulas de representación

De manera esquemática y simplificada podemos decir que existen dos fórmulas tradicionales de traducir votos en escaños. La de dividir los países en circunscripciones en las que en cada una se elige un representante (distritos uninominales) y la elección por listas plurinominales en las que se pretende que cada partido o coalición obtenga un porcentaje de escaños similar a su porcentaje de votación. (Por supuesto existen numerosas combinaciones, pero para nuestros fines no abundaremos en el tema).

La ventaja de los sistemas uninominales es que el elector no solo vota por un partido sino por un candidato con nombre y apellido, generando una liga simbólica más directa entre votantes y representante. Su enorme desventaja es o puede ser que el efecto acumulado de la fórmula puede arrojar una sobre y sub representación de las diferentes fuerzas políticas. Dado que los votos perdedores en cada distrito carecen de representación, puede y se ha dado el caso que con un porcentaje X de votos un partido obtenga una X muy incrementada de asientos, mientras que las votaciones de los otros partidos se ven sub representados, es decir, que si obtienen Y o Z porcentaje de votos obtengan una Y y una Z muy inferior de asientos.

Los sistemas de listas o plurinominales intentan por el contario hacer que entre votos y escaños exista una identidad o por lo menos una similitud. Y para ello existen muy diferentes métodos de reparto de las curules.

La que primero viene a la mente, por ser la más natural, es la llamada fórmula Hare o de cociente natural y consiste en dividir los votos válidos entre los escaños en disputa y de esa operación sale una cifra repartidora. Y cada partido obtendrá un número de escaños producto de la división entre su votación y la cifra repartidora. Como suele suceder que el resultado de esas operaciones arroje, en cada caso, un número entero con decimales, luego del primer reparto de los representantes, se asignan los otros asientos a quienes tengan “el o los restos mayores”.1

Existen otras fórmulas, como la D’Hondt, en la cual la votación de cada partido se divide sucesivamente por uno, dos, tres, cuatro, etc. Y cada una de las cifras mayores resultado de esas operaciones va obteniendo un representante hasta que se ocupen el total de los asientos. No son las únicas fórmulas, pero nos sirven aquí solamente para ilustrar que la pretensión de hacer coincidir el porcentaje de votos y porcentaje de representantes puede lograrse con diferentes métodos de asignación de curules.

La experiencia mexicana

La historia de México en este renglón puede resultar ilustrativa. Desde la primera Constitución republicana, en 1824, hasta 1963, el método de traducción de votos en escaños fue el uninominal. Es decir, se dividía el país en distritos y en cada uno se elegía a un diputado. Y en la época del partido hegemónico fue claro que el método favorecía al partido dominante de manera desproporcionada. Entre 1946 y 1961, en todas las elecciones el PRI logró más del 90 por ciento de los diputados a pesar que en algunas de ellas sus cifras de votos fueron ostensiblemente menores (1946, 73.52%; 1952, 74.31%).2

En 1963 una reforma introdujo una corrección, los llamados “diputados de partido”. Si cualquiera de los partidos minoritarios obtenía por lo menos el 2.5% de la votación nacional se le asignarían 5 diputados y uno más por cada medio punto porcentual hasta un tope de 20 que incluía a los uninominales que hubiese ganado. Esa disposición ayudó a atemperar las desviaciones de sobre y sub representación de los partidos, pero el paso más significativo sucedió en 1977, en el marco de una importante reforma política. 

A partir de entonces se estableció que junto a los 300 diputados uninominales se elegirían 100 diputados plurinominales (en tres, cuatro o cinco listas) que se repartirían entre los partidos minoritarios. De esa forma se garantizaba que por lo menos el 25% de los escaños fueran de partidos distintos al PRI. A lo largo de sucesivas reformas (1986, 1989-90, 1993, 1994 y 1996), se discutió y modificó la fórmula de asignación, y siempre aparecieron dos posiciones encontradas: quienes deseaban una representación proporcional estricta, es decir, que el porcentaje de votos se tradujera en un porcentaje idéntico de escaños, para lo cual el reparto de los diputados plurinominales (que había crecido hasta 200 en 1986), debía utilizarse para compensar los efectos de la sobre y sub representación que arrojaba la fórmula uninominal, y quienes  a nombre de la gobernabilidad pugnaron y lograron alguna disposición para que la mayoría relativa de votos se convirtiera, por mandato de ley, en mayoría absoluta de escaños.3

Finalmente, en 1996, a través de un acuerdo que incluyó a todas las bancadas de los partidos se estableció la fórmula que aún persiste y que implica ni representación proporcional ni una sobre representación excesiva. Se eligen 300 diputados uninominales en igual número de distritos y 200 diputados plurinominales en cinco listas que corresponden a cinco circunscripciones. Y ningún partido, dice la Constitución, puede tener un número de diputados por ambos principios que signifiqué más del 8% de su votación. 

No es un tema menor. Porque cuando entre votos y escaños no existe una correspondencia, la idea misma de la representación –piedra angular de todo sistema democrático– tiende a erosionarse.  

Notas

1 Para abundar en el tema se recomienda el Diccionario Electoral del Instituto Interamericano de Derechos Humanos realizado por su Centro Interamericano de Asesoría y Promoción Electoral (CAPEL), en espacial las voces: “Cifra repartidora”, “Circunscripciones electorales”, “D’Hondt” y “Sistemas electorales” de Dieter Nohlen y “Cociente electoral” de José Enrique Molina Vega. Costa Rica. 1989.

2 Juan Molinar Horcasitas. El tiempo de la legitimidad. Cal y Arena. México. 1991.

3 Para los interesados en el tema, pueden consultar el libro de Ricardo Becerra, Pedro Salazar y José Woldenberg. La mecánica del cambio político en México. Ed. Cal y Arena. México. 2000. 

Comparte el artículo