Legitimidad

Acepciones en el lenguaje ordinario

El sustantivo abstracto legitimidad se emplea con poca frecuencia en las conversaciones cotidianas y en los espacios de la comunicación pública; sin embargo, cuando ocurre tiende a tratársele como si tuviéramos mucha familiaridad con él. Muy probablemente, entonces suponemos que denota un atributo predicado cada vez que empleamos el adjetivo legítimo, que sí es de uso relativamente común. Sin embargo, dicho calificativo es polisémico y entre sus acepciones hay diferencias considerables, por lo que no es fácil determinar qué es lo que se abstrae de ellas por medio del sustantivo.

Cuando se afirma que una persona es la legítima propietaria de un inmueble, se da a entender que lo compró o heredó debidamente; y en caso de que esté en litigio, se implica que es a ella a quien debería adjudicársele. En ese caso, el adjetivo es sinónimo de debido y tiene un carácter categórico: se es legítimo o ilegítimo, y no hay puntos medios. En cambio, cuando alguien aboga por un curso de acción entre dos posibles, en parte similares y en parte diferenciables, puede decirse que ése es más legítimo que el otro. Aquí, el adjetivo es graduable, y la frase que forma con el adverbio más podría parafrasearse como “preferible”.

Cada uno de esos dos sentidos de legítimo implica que la legitimidad es central, tanto para el ejercicio, como para la reflexión sociológica sobre la política. Si alguien califica una opción como más legítima que otra, manifiesta que optaría por ella voluntariamente; y algo similar, aunque no exactamente igual, ocurre cuando asevera que la opción es legítima en el sentido tajante: expresa que tendría su consentimiento, aunque no la hubiera procurado. En ese tenor, las decisiones de gobierno que gozan de legitimidad son aceptadas, y tratadas como aceptables, inclusive por quienes no están de acuerdo con ellas. En cambio, las decisiones ilegítimas son vistas como impuestas y pueden ser impugnables por ello.

Impulsos teóricos iniciales

Para Charles Maurice de Talleyrand, ministro de Napoleón y agudo observador de la política de su tiempo, así como para Max Weber, uno de los fundadores de la sociología e iniciador de las consideraciones académicas sobre la legitimidad, los fundamentos de ésta eran, en lo esencial, equivalentes a las bases de la autoridad. La atención del primero se centraba en la capacidad de gobernar sin rechazos ni revueltas y, por lo tanto, con eficacia y de forma duradera; la del segundo, en la conformidad de los gobernados a un orden gubernamental que se supone resguarda la estabilidad y garantiza la regularidad social.

Según Weber, el acatamiento voluntario por los gobernados de las decisiones del gobierno se sustenta en alguno de tres posibles “tipos ideales” de autoridades: tradicional, carismática y racional-legal. La confianza en la primera se debe a la creencia de que así son las cosas porque así han sido; en el caso de la segunda, se atribuyen a la persona gobernante dones extraordinarios y capacidades de liderazgo excepcionales; y en la tercera, la observancia de reglas de procedimiento administrativo y de impartición de justicia encauza las decisiones y el comportamiento, tanto de quienes son gobernados, como de quienes gobiernan.

De acuerdo con él, en diferentes comunidades políticas el primer tipo de autoridad fue el carismático. Se siguió a alguien por sus actos heroicos o por sus logros fuera de serie; pero, cuando se pensó que sus capacidades habían decaído o ya no eran las que se requerían para enfrentar nuevas circunstancias, difícilmente habría otra persona igualmente carismática que la sustituyera. Entonces, lo más probable es que se transitara a un orden tradicional, definido por prácticas repetibles que se volvieron costumbre. Por supuesto, lo mismo ocurría si el líder carismático fallecía. Éstos son, por ejemplo, los orígenes del mando heredable por primogenitura.

En una especie de continuación evolutiva, el tipo tradicional de autoridad fue sustituido por el racional-legal. En este orden, hay mayor incertidumbre sobre la identidad de las personas que accederán a los mandos más altos, porque pueden ser sustituidas por otras, y en las formas más avanzadas, como las democráticas, deben serlo periódicamente; pero al mismo tiempo, su proceder es más predecible: deben actuar de maneras y dentro de límites preestablecidos. En la visión weberiana, acceder al orden racional-legal marcó el paso al Estado moderno en el mundo occidental, que organiza sus acciones para alcanzar sus fines con eficiencia, y en cuyo marco el trabajo puede orientarse por cálculos de sus efectos.

Los análisis de inspiración weberiana pueden llevar a describir los cambios de régimen de maneras valiosas; por ejemplo, el que vivió México a finales del siglo XX, cuando la hegemonía otrora inexpugnable del Partido Revolucionario Institucional, PRI, dio paso a un sistema en el que otros partidos podían llegar a tener mayoría en el Poder Legislativo u ocupar la Presidencia. Entonces, como lo exponen Julio Labastida, Antonio Camou y Noemí Luján, una de las bases que habían sustentado la autoridad priista, su supuesto origen en la Revolución Mexicana, por definición, un atributo exclusivo, fue reemplazada por otra a la que podía aspirar cualquier partido: el triunfo en elecciones propiamente democráticas.

Un concepto normativo

Sin embargo, equiparar cabalmente la legitimidad con el acatamiento de la autoridad o tratar la legitimidad desde un punto de vista eminentemente descriptivo puede llevar a explicaciones incompletas o, inclusive, erróneas. Se requiere tener presente la dimensión normativa a la que se apunta en el análisis preliminar de los primeros párrafos de este ensayo. Lo señala Norberto Bobbio con agudeza: decidir entregar la cartera a un bandolero que blande un puñal no hace del robo un acto legítimo. De manera análoga, no es suficiente que un votante escoja la opción de vender su voto para calificarla de legítima. Antes de asentar que un acto sea legítimo porque haya sido realizado voluntariamente, debe establecerse que la opción de llevarlo a cabo era correcta.

Si comprar votos es indebido, ello se debe a que venderlos pervierte su naturaleza. La máxima democrática que prescribe el voto libre y secreto supone que, en las urnas, los electores ejercen un derecho de control sobre los representantes. En términos más específicos, en una elección se juzga lo que han hecho cada candidato y su partido; por supuesto, se manifiesta también un apoyo o un rechazo a lo que se cree hará. Pero en la compra y venta de votos, se invierte la relación de control y quienes pasan a ejercerlo son los candidatos.

Reconocer la dimensión normativa de la legitimidad llevó, en las últimas décadas del siglo XX y las primeras del siglo XXI, a autores muy citados hoy, principalmente el filósofo John Rawls, a señalar que lo legítimo era justificado. En una profundización del carácter de este atributo, dicho autor subraya que atribuir legitimidad a una medida de gobierno supone tratarla como justificable: decidir si la medida es o no legítima (o qué tan legítima es) requiere aceptar primeramente que se puede deliberar sobre su validez y sobre la conveniencia de sus efectos. Un punto crítico aquí es que aducir legitimidad, o cuestionarla, implica –o debería implicar—conducirse de acuerdo con las normas propias de las interacciones deliberativas. (Para una caracterización de la deliberación, ver la entrada dedicada a esta voz en este Prontuario de la Democracia.)

Por extensión, y de acuerdo con orientaciones ya trazadas por Bobbio, un gobernante o un sistema de gobierno son propiamente legítimos si su validez y aceptación son justificables. Ello, a su vez, requiere condiciones efectivamente favorables a la deliberación entre las personas gobernadas y entre ellas y las gobernantes.

Hacia una conclusión


De lo anterior, se desprendería que la legitimidad plena es la de la democracia. Muy probablemente así la entiende John Keane, después de sus estudios extensos y minuciosos acerca de la historia de la democracia (y de análisis de sus deterioros recientes en diversas latitudes). Aunque partiendo expresamente sólo de Talleyrand, y sin enfocar la dimensión normativa de la legitimidad, él nos hace ver que los gobiernos populistas contemporáneos gozan de una legitimidad engañosa, que correspondería a una democracia “fantasma”, la cual “se ve y se siente” como los despotismos a los que “supuestamente enfrentan”.

En ese tenor, vendría al caso distinguir con mayor claridad la legitimidad democrática de la pseudo-legitimidad de los regímenes autoritarios que son aceptados, aunque su actuar no sea justificado ni justificable, precisamente porque no admiten los cuestionamientos deliberativos.

Bibliografía

Bobbio, Norberto. 1996. Teoría general de la política. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

De Talleyrand, Charles Maurice. 1891. Memoirs of the Prince de Talleyrand, editado por Duc de Broglie y traducido por Raphaël Ledos de Beaufort. Londres: Griffith Farran Okeden and Welsh.

Keane, John. 2020. The new despotism. Cambridge, Massachusetts: Harvard University Press.

Labastida Martín del Campo, Julio; Camou, Antonio; Luján Ponce, Noemí (editores). 2000. Transición democrática y gobernabilidad. México y América latina. Ciudad de México: Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, Plaza y Valdés, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.


Rawls, John. 1993. Political liberalism. Nueva York: Columbia University Press.

Weber, Max. 2014. Economía y sociedad. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

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